lunes, 9 de marzo de 2015

Historias

Una de las mejores cosas que le puede pasar a una persona es volver a nacer. Enterarse de que alguien o algo quiso entregarle otra oportunidad para rehacer su vida y corregir errores del pasado. Nadie sabe la razón, habiendo tantos seres vivos que la necesitan más que uno mismo, o al menos eso pienso yo. Claro, cuando uno ya es un débil anciano se arrepiente de todo.

Me llamo Bernard Ramsay y mi historia se remonta cincuenta años atrás. Cincuenta y tres, para ser más exacto. Me uní al ejército engañado como tantos otros jóvenes por la absurda publicidad de un camión que pasaba, prometiéndonos recorrer el mundo y proteger a la nación cumpliendo actos heroicos y otras cosas que nunca se cumplirían. En ese momento pensaba que podía pasar de malo, nada. Enseñarte a usar un arma, hacer ejercicios y que te paguen por eso. Cazaba pájaros con mi padre, por lo tanto sabía usar un rifle. Nada podía salir mal.

Me enlisté en el servicio británico de comunicaciones. Ese aparato me causaba curiosidad. Todavía no podía pensar como se podía mantener una conversación en directo con una persona ubicada a cientos de kilómetros de distancia. La tecnología hacía maravillas.

Todo marchaba excelente. Mi vida era tranquila,  como la de toda mi compañía. Enviar mensajes, transcribirlos, enviarlos nuevamente. Cualquiera podía adaptarse a esa aburrida rutina. Sí, mi vida era muy tranquila, hasta que el Reino Unido ingresó a la guerra y tiempo después, algún genio tuvo la original idea de enviarnos a una Europa en llamas con soldados de otras nacionalidades.

Años después, me encontraba en un avión rodeado de desconocidos volando sobre Normandía, aquel 6 de junio de 1944.

El cielo nocturno se iluminó con el estallido de cientos de bombas antiaéreas, causando violentos temblores en el interior de aquel avión.

El capitán me gritaba, ordenando que cuide aquella valiosa radio que permitiría comunicarnos en tierra. Teóricamente.

Respondí a la orden directa de mi superior ajustando los nudos que ataban la pesada radio que colgaba de mi espalda. Tragué saliva. La gran montaña de nervios amenazaba con salir de mi interior, abriendo la compuerta y escapándose. No estaba preparado para la guerra, no importaba la cantidad de entrenamiento que había recibido, no servía de nada a diez mil metros de altura.

Observé a varios de mis compañeros de equipo. La gran mayoría estaban igual. Impacientes, con fusil en mano y ojos cerrados. ¿A cuántos de ellos volvería a ver allá abajo?
El avión tembló nuevamente, en el mismo momento en el que una luz verde se encendió al lado de la compuerta.

Me levanté, ajusté y verifiqué mi paracaídas, cuando todo pasó.

Un gran estruendo me dejó sordo, a la vez de que una fuerza me lanzaba al suelo metálico del avión. Trate de ponerme de pie, pero un cuerpo me lo impedía. Era el capitán, observándome con una expresión vacía en el rostro, sin vida. Miré a mi alrededor y lo que ví me dejo paralizado.

La parte trasera del avión había desaparecido, así como la puerta de salida y todos mis compañeros. Donde tenía que estar la cola, había fuego. Sacando fuerzas de la nada, aparte el cadáver de mi superior y me levante de un salto. Empecé a revisar inconscientemente el paracaídas, notando que el avión iba balanceándose hacia atrás, invitándome a saltar al vacío. Salté.

Empecé a caer, ganando velocidad y forzando desesperadamente el paracaídas. Ese pedazo de tela si me hizo pasar unos segundos para el olvido. Parecía que tenía una gran moto en mi oído, producto de la caída a gran velocidad. Momentos después, el paracaídas se abrió, aligerando un poco el aterrizaje. Dije un poco, ya que se abrió tarde, apoyando todo el peso sobre mi tobillo derecho, fracturándolo.

El dolor me impedía pensar. Había perdido todo, el equipaje, el arma. Lo único que me quedaba era la radio, que milagrosamente estaba encendida y funcionando. Ese pedazo de metal me fue fiel durante los siguientes tres días en el que estuve bajo aquel arbusto y permitió que me rescataran y me pusieran a salvo. Sinceramente, el arbusto también me salvó de las patrullas alemanas que se retiraban terreno adentro.

Esa noche podría haber muerto. No sé porque no sucedió. Haber sido el único sobreviviente de aquel avión no me enorgullece. Pero opino que toda persona tiene su propio destino, y nadie puede escapar de él.

Espero que estén en un mejor lugar, porque yo pronto los visitaré.

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